sábado, 6 de octubre de 2007

Perdimos con nuestros hijos

Se suele decir, con cierta razón, que un jugador no puede valer tanto como un equipo, que no existen las figuras imprescindibles. A menos que se llame Diego Maradona, por ejemplo. O que en un escalón más abajo, entre los necesarios,se inscriba a Juan Román Riquelme. Después están los que hacen sentir sus ausencias notoriamente, los que el equipo extraña cuando no están y el funcionamiento se resiente. En esta columna figura, sin dudas, Rodrigo Palacio. Un curioso accidente lo dejó afuera de dos partidos. En el primero Boca quedó eliminado de la Copa Sudamericana al perder con San Pablo. En el segundo hubo una derrota en el Apertura ante Newell's, en Rosario. Pero no sólo fueron las caídas. El equipo, que no había armado actuaciones brillantes con regularidad en este torneo pero que tenía en su veloz habilidad y en su astucia un recurso clave, pasó a ser un híbrido, de juego lento y previsible, sin variantes ofensivas.

Volvió Palacio ante San Lorenzo y la cara de Boca cambió. No produjo deslumbramientos, es cierto. Pero se pareció a un equipo más compacto, con buenas intenciones de ataque. Porque con sus movimientos simples y profundos Rodrigo rompió por derecha y por izquierda. Desbordó, llegó hasta el fondo, mandó centros hacia atrás, los valiosos, y recibió infracciones que posibilitaron una buena cantidad de tiros libres favorables. Y, de alguna manera, también produjo el contagio. A Hugo Ibarra, por ejemplo, que levantó su rendimiento a la altura de su aptitud de excelente marcador y sobrio jugador. A Ever Banega, que recuperó el protagonismo. Y a Martín Palermo, que supo que algunas pelotas llegarían exactas para la aplicación de su cabezazo, como en el segundo gol, en el que el balón rebotó en el travesaño y pegó en Méndez antes de introducirse en el arco.

Al cabo, ganó Boca y ganó bien. Frente a un San Lorenzo que no se pareció en nada al campeón del Clausura. Claro, dio una ventaja fundamental el cuadro de Ramón Díaz: su orfandad de delanteros. Desgarrados Gastón Fernández y Romeo, suspendido Silvera, sólo pudo disponer de Menseguez para que cumpliera funciones de atacante neto. Entonces, armó una convención de volantes que -más allá de algunos aciertos de Osmar Ferreyra- muy pocas veces pudo tomar el control de la pelota en el medio.

No fue un partido de grandes destellos, está dicho. Pero muy pronto se vio que Boca tendría el protagonismo. Porque San Lorenzo pareció pagar exageradamente las ausencias de sus delanteros principales. Desde la seguridad y la búsqueda de Ibarra, desde sus encuentros con Palacio, nacieron por la derecha las oportunidades más claras. Y fue un espléndido zurdazo del marcador -luego de una pared con Ledesma- el que obligó a Orion a una esforzada atajada. Las chances de San Lorenzo se reducían a algún disparo de larga distancia. Como ése que ensayó Jorge Ortiz a los 20 minutos y desvió Caranta en una intervención espectacular.

El primer gol se produjo a los 36. Neri Cardozo se quiso parecer al volante desequilibrante de sus mejores tiempos. Encaró por la izquierda en zigzagueo y lanzó un centro de zurda para que Palermo hiciera lo que sabe hacer: cabecear con potencia y precisión. La cruzó al palo derecho y dejó sin defensa a Orion.

Los visitantes salieron con más decisión de ataque en el complemento, pero sin variantes tácticas. Se adelantó Rivero y los tiros libres de Ferreyra traían cierto riesgo. Como ése que tras un salto de Morel produjo otra gran atajada de Caranta. Pero pronto llegó el segundo. El centro de Palacio, el cabezazo de Palermo y el rebote fatídico de Méndez. Y pareció partido definido. Porque nada le aportaron los cambios a San Lorenzo. Ni a Boca. Sólo que Palacio, con campo abierto, fue peligro latente hasta el final.

Un jugador no hace un equipo, claro. Pero influye en su rendimiento. Por él y por algunos de los otros. Palacio lo demostró y Boca volvió a sonreír.

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